Para ello es necesario ponerse unos objetivos claros que lleven a querer más a los demás, especialmente a los más próximos. Se trata de hechos, no sólo de buenos propósitos, aunque a veces no lo consigamos.
Dios es misericordioso, y ese atributo divino es como el motor que mueve y guía la historia de cada hombre. Por eso dice el Salmo: “de la misericordia del Señor está llena la tierra” (No. 33,5).
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Es preciso renovarse cada uno -cada día- con la renovación interior, ser mejores, perfeccionar las virtudes humanas: lealtad, sinceridad, sencillez, laboriosidad, amistad, amabilidad, etc. y pedirle a Dios que nos aumente las virtudes sobrenaturales: fe, esperanza y caridad.
Una persona madura sabe controlar la ira y superar las diferencias sin violencia y destrucción. Esto requiere la libertad o el temple de rechazar un placer momentáneo en aras de una felicidad duradera. Es decir, tener paciencia.