Anunciación.- De los desengaños y las decepciones nadie se salva. Quizá por ello nuestra tradición chocarrera de burlarnos de nuestra fatídica desgracia, de abrazar a la muerte y bailar con ella y de atribuirle poderes súper naturales a figuras o efigies, veneradas masivamente, como explicación cómodamente aceptable de nuestro destino. Una manera práctica para desasociarnos de nuestra realidad. 

Paulatina, pero inexorablemente, con redes sociales y sin ellas, nos hacemos un poco así: cínicos, indolentes, distraídos, superficiales…, “desafanados”. Sabemos que hemos sido, y seguiremos siendo, utilizados a la conveniencia del vecino, el maestro, el amigo incondicional; nuestro diputado local, el enamorado en turno, el político ambicioso que cambia de puesto y especialidad, sistemáticamente, y en función del hueso disponible para roer.

Lo sabemos, y aun así, seguimos adelante, conformándonos con toda esa retahíla de promesas que de antemano sabemos nunca se cumplirán -las ajenas, sí, pero las propias también-. Sabiendo que nunca lo harán, pero que nos embelesan en el autoengaño de esperar ese milagro consabido que cambie las cosas para siempre y nos de fortuna, fama, seguridad, justicia, tranquilidad y una familia respetable.

Las mejores promesas son esas que no hay que cumplir, dice la canción de Joaquín Sabina. Y así las cosas, mire Usted: Siempre te seré fiel… Hasta que la muerte nos separe… Mañana te pago… No se preocupe Usted, la extracción de la muela no va a doler… Yo te llamo… Habrá justicia para los verdugos de Iguala… Nunca más… Voy a dejar de fumar… Rendiré cuentas… En enero me pongo a dieta… Gobernaré para los pobres… Montaré un sistema anti corrupción…

Nos embelesamos en los efectos del rivotril o sus sucedáneos: la manía por el teléfono celular; las series de moda extranjerizantes que nos mediatizan por tiempo indefinido; la parranda; los te amos entre copa y copa de ron; el cúmulo de amigos en Facebook; el hablar de nosotros mismos en tercera persona; el andar por los centros comerciales en búsqueda de oportunidades que se encarguen de liquidar nuestro salario; los buenos y pasajeros sentimientos del día de la Madre; el gimnasio que asegura una figura digna de pantalla chica; o ya de plano, las cremas y brebajes que prometen ser la fuente de la eterna juventud.

Lou Marinoff recomendaba hace algunos años: Plato not Prozac! (la edición en México se llamó “Más Platón y menos Prozac”). Plato not Prozac! Joder! O lo que es lo mismo, regresar del sueño alucinógeno y del estado inconsciente, ponerle un poco de idea, conocimiento y verdad; un par en su sitio y comenzar a creer en uno mismo en vez de esperar el proverbial milagro bíblico.

Creer y para siempre, en ser causa, no efecto. Creer en nuestras promesas y creer para exigir el cumplimiento de las promesas de los demás. Hablar por fin en primera persona y moldear lo que efectivamente es moldeable, asumiendo que el desengaño tiene como presupuesto solamente nuestra propia intención y voluntad de ser engañados.

Creer definitivamente en nuestra felicidad, nuestro éxito, nuestra capacidad de construir instituciones y un entorno de justicia. Creer en que no somos iguales, sino diferentes, pero con los mismos derechos a las oportunidades, a ser lo que queramos ser. Creer que no hay que creer nunca más en los líderes mesiánicos ni en quienes nos ofrecen limosna a cambio de nuestra dignidad. Creer que nuestra opinión cuenta. Creer que nuestra voz suena. Creer que somos productivos. Creer que nadie tiene derecho a abusar de nosotros, ni a esquilmarnos, ni a enriquecerse con nuestra miseria, beneficiarse con nuestras desgracias, montarse en nuestra tragedia.

Creer en mí, en Usted, en ellas y los demás. Creer en nuestros estudiantes cuando de verdad lo sean y no creer en los que se disfrazan de lo mismo para ganar en el caos. Creer en quien cumpla con su palabra, en el juez eficiente y honesto cuando lo haya. Creer en el maestro abnegado y en el legado de nuestros padres, abuelos y bisabuelos.

Creer así, nomás, con convicción y vergüenza torera, abrazar a Platón, o abrazar, con abandono, de aquí hasta las entrañas del averno, nuestra propia versión de Prozac que nos perdone por siempre de nuestros desengaños y cobardía. Porque ¿sabe qué?, como dice mi amiga Rina Gitler, sobrevivir no es suficiente…

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