SER GENEROSOS Y ACEPTAR LO QUE DIOS NOS PIDE

3 enero, 2023

Actualmente muchos matrimonios dudan entre elegir tener uno o dos hijos, o una familia más normal. Los especialistas enumeran multitud de limitaciones y desventajas que esta actitud trae consigo, tanto a nivel personal, como familiar y social, el llevar a la práctica la teoría del hijo único. Entre muchos argumentos destacan los siguientes:

a). El hijo único carece de la vida de comunidad que podría tener con sus hermanos, y por lo mismo, de las oportunidades para practicar las virtudes sociales: lealtad, generosidad, nobleza, saber perdonar, etc.

b). El excesivo mimo de los padres con el hijo único -lo muestra la experiencia- hace al niño egocéntrico e incapaz de despertar en él la conciencia de los deberes sociales, como por ejemplo de ayudar al necesitado y a las instituciones filantrópicas de servicio público.

Si el fenómeno del hijo único cundiese a nivel nacional y por un periodo prolongado de una generación, pronto presenciaríamos una inmigración masiva de extranjeros, que vendrían a ocupar los puestos vacíos y –con el tiempo- los de responsabilidad, que no llegaron a ocupar los que nunca nacieron.

Las cifras no mienten: si los padres de la generación actual tuviesen cada uno una hija y un hijo (o sea: dos descendientes), que, al casarse más tarde, tengan, a su vez dos hijos, la población del país habría comenzado a extinguirse.

Sabemos que no todos contraen matrimonio: algunos mueren más pronto; otros, por sus enfermedades no se casan; otros se ponen miras más altas, que sólo se pueden cumplir libres de vínculos familiares; hay quienes no encuentran nunca la persona con la que hubieran decidido casarse; y de los matrimonios que se contraen, no pocos –por motivos voluntarios o involuntarios- se quedan sin descendencia.

La experiencia señala que un pueblo se sostiene en pie, únicamente si el número de los hijos es de tres o cuatro por familia; el número ha de ser mayor si se quiere que aumente la población.

El fondo del problema radica en la generosidad de los padres, porque del amor que se tengan, de la rectitud de conciencia y de su alegría por vivir, depende su descendencia, y, en cierto modo el futuro del país. Pero la motivación profunda tiene su raíz en la familia.

La vida es más sencilla: hay que tener los hijos que Dios nos envíe, sin recurrir al control natal artificial. Si Dios nos envía tres, muy bien. Si nos envía siete, también muy bien. Cada hijo trae un pan bajo el brazo, y todo lo necesario para que cada uno de ellos viva dignamente. Esto será así si, si procuramos vivir con rectitud de intención el matrimonio.  Además, es imprescindible educar a cada hijo lo mejor posible.

Cada hijo implica su manutención y el esfuerzo constante y sacrificado para educarlo y orientarlo para que desarrolle las virtudes humanas, que son las fuerzas que adquirimos para realizar el bien y formar una personalidad madura en cada hijo. Lograr este objetivo, implica entender que la vida es lucha personal para hacer felices a los demás siendo uno feliz Para ello, es preciso olvidarse de uno mismo y pensar antes en cómo poder ayudar a nuestros semejantes.

Dios siempre está presente y pendiente de nuestras necesidades. Si somos dóciles a lo que Él  nos pide, todo saldrá adelante. Y nada nos faltará. Esto implica sacrificio y alegría para que los hijos sean mejores que nosotros. Seamos generosos –olvidémonos de nosotros mismos-, pensando en el bien de los demás- y las cosas saldrán.

 

 

 

 

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